Cuando en uno mismo no se encuentran las fuerzas para continuar, qué es lo que hay que hacer. Esa es la pregunta para la que no se encuentra respuesta, la incógnita insoluble, el hierro candente en la piel. Abrigo de acero ceñido inmisericordemente al cuerpo, esclavitud por ser humano, penitencia de animal emotivo. No cejar en el intento de comprenderse, no claudicar en el empeño de mejorarse, preguntarse: ¿Hasta dónde la adaptación? ¿Hasta dónde la esencia? Perversión del espíritu, o desarrollo de sus capacidades. Ése es el nudo de la madera que no se deja talar, el remolino con la espuma más salvaje que te puedas encontrar. Pero al final, cuando la mente ha dado ya mil vueltas por el camino sinuoso que no parece acabar, uno se siente cansado de tantas fatigas estériles, giros de peonza alrededor de un centro de arenas movedizas. Y en ese final, en el que la vorágine ha dejado su rastro de hastío y cansancio, sigue surgiendo, faro teñido de sangre, el anhelo que originó la tormenta; igual de incontestable, aun más hiriente.
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