Mi padre, en muchas ocasiones, charlando sobre la vida y la muerte, porque él asumía con naturalidad el hecho de morir (De hecho, hablaba siempre del tema quitándole hierro, así morirse era "entregar la piel", "diñarla", "espicharla", etc etc) expresó su deseo de ser quemado y esparcidas sus cenizas en el Pimpollar, en cualquiera de los pinares en los que tantas veces habíamos cogido setas.
Hace casi un año, cuando fuimos a cumplir ese deseo, aun rota de dolor, aun extrañada por abrir esa urna tan aséptica y ver a lo que había quedado reducido el cuerpo de mi padre, sentí felicidad al estar entre los pinos y aspirar el aire limpio y azul de la Sierra. La primavera exultaba, y por cualquier sitio por donde miraras se veían matorrales cuajados de moradas lavandas y tomillo en flor. La jara era un mar escupiendo espuma-flor, y los nuevos brotes de los pinos ponían el color verde joven. Olía a campo, a verde, a flor, a primavera, a jara, a pino, a lavanda; el sol calentaba y nos secaba las lágrimas. En ese momento, en ese instante, a pesar de la tristeza, pensé que ése era el mejor sitio para honrar la memoria de mi padre, que ése era el mejor día para cumplir su voluntad, ya que la primavera le estaba ganando el pulso al verano, al que todavía no había dejado anunciarse.
Hoy, cuando se acerca el aniversario de su ausencia, me siento una privilegiada: no pondré flores en la tumba de mi padre, sino que iré a honrar su memoria entre los pinos y volveré impregnada del olor que suda el bosque vivo.
Lloraré tu ausencia, pero sentiré, sin duda alguna, que algo de ti impregna la resina de la rama de jara que conserve en el bolsillo.